Para poder desarrollar una vitivinicultura eficiente se necesitan reglas claras y sostenibles. A esa exigencia, válida para el conjunto de la economía de una nación, se suman en la actividad vitivinícola las leyes de la naturaleza. Quien desee invertir en la industria deberá esperar tres años entre la implantación del viñedo y la primera producción, y luego un año más para la elaboración del vino; resultante: un proceso con un mínimo de
cuatro años de duración que puede llegar a extenderse varios más si se trata de la elaboración de vinos de guarda.
Situación similar se da en la comercialización, especialmente en los mercados externos. La Argentina necesitó de un largo tiempo para insertarse en las góndolas de otros países y fue así que de los pocos cientos de miles de dólares que se exportaban hasta mediados de los ’90, se pasó a un crecimiento exponencial (2 dígitos anuales), que superó los mil millones de dólares en exportaciones, entre vinos y mosto.
Ante ese interesante panorama la industria impulsó, junto a gobiernos provinciales de distinto signo y organismos nacionales, la implementación del llamado “Plan Estratégico Vitivinícola (el PEVI 2020)”, que alcanzó sus objetivos económicos mucho antes de los plazos establecidos y que ha sido tomado como ejemplo por las propias autoridades nacionales para que otras actividades económicas, como la leche, la carne y la olivicultura, conformen planes similares.
Sin embargo, esas mismas autoridades que exaltan a la industria, son las que, en los últimos tres años, adoptaron medidas que la perjudicaron seriamente. Dólar desfasado y creciente inflación de los precios internos generaron una significativa pérdida de competitividad en los mercados internacionales. Así entonces, la vitivinicultura dejó de crecer en las exportaciones, manteniéndose en una meseta en los dos primeros años para caer en la salida de vinos al exterior en 2013. Los eventuales efectos de la reciente devaluación del peso, que podrían alentar las exportaciones, de nada sirven si no se frena la inflación, que es la que genera mayores costos internos.
En ese marco de adversidad, se suma otro aspecto negativo como es el de las políticas tributarias y fiscales que pesan sobre la actividad como es el caso de las demoras en la devolución de retenciones y las trabas a la importación de insumos necesarios para el desarrollo de la actividad. Los industriales han planteado la posibilidad de que se acelere la devolución de las retenciones y la desgravación de Ganancias para aliviar la situación.
También merece una consideración especial el tema del flete. Sale más caro realizar un envío desde Mendoza hasta Buenos Aires que desde el puerto porteño hasta Amberes, en Bélgica. La situación se hace aún más compleja como consecuencia del permanente incremento de los combustibles. Consciente de esta dificultad, fue el propio Gobernador quien anunció la implementación de una compensación para el flete, pero la medida nunca se concretó.
Por su parte, la industria también tiene deberes por cumplir. Uno de los problemas más graves se centra en la rentabilidad del productor. Un estudio realizado por una entidad gremial empresaria determina que, en el caso de Mendoza, la productividad promedio de las uvas criollas y cerezas alcanza 190 qq/ha, sin embargo, viñas bien cuidadas y mantenidas llegan a dar entre 300 y 400, lo que determina que miles de productores, pequeños -la gran mayoría- alcancen a producir poco menos de 120 qq/ha.
De allí que surja la necesidad de que se busquen caminos para que esos productores mejoren la eficiencia de su producción. Se debe impulsar, además, la integración productor-bodeguero que se había mantenido durante décadas. Salvo contadas excepciones, los productores se ven obligados a elaborar por cuenta de terceros y permanecer a la expectativa a causa de los vaivenes del mercado.
El tema mosto merece también una consideración especial. El acuerdo Mendoza-San Juan de derivación de uvas a mosto cumplió sus objetivos ya que sirvió para reducir stocks de vinos y ampliar las posibilidades de exportación mediante la diversificación de productos vitivinícolas. Sin embargo deberían profundizarse los estudios sobre la reducción del porcentaje de uva con destino a mosto, a fin de que los productores de mosto también acudan al mercado de uvas. Más aún si, como se espera, el mosto puede ampliar sus posibilidades si se aprueba el proyecto de beneficiar impositivamente a las gaseosas edulcoradas con jugos naturales.
Se trata en definitiva de una industria compleja que beneficia a una larga cadena de la que dependen decenas de miles de puestos de trabajo y que se expande hacia otras actividades como son la industria del vidrio, del corcho y de otros insumos. Se ha calificado al vino como la moneda fuerte de Mendoza, determinante en gran medida del humor político de la sociedad. Por ese motivo también necesita reglas de juego que sean previsibles y sostenibles en el tiempo. La industria ya demostró su capacidad de crecimiento y transformación cuando se desarrolla en un marco de estabilidad, sin inflación y sin trabas, tanto para exportar como para importar. Diario Los Andes