Mientras se gestiona la apertura de nuevos mercados y la eliminación de subsidios por parte de varios países, restringimos nuestros envíos. Nadie en su sano juicio puede negar que la debacle causada por la crisis económico-política de 2001 en la Argentina resultó, al menos, en un nuevo y más "competitivo" tipo de cambio. Este nuevo escenario, en términos de costos en moneda dura, se constituyó en el puntapié inicial para que numerosas empresas locales pensaran ofrecer sus productos y servicios en el exterior. Ello trajo aparejado una serie de beneficios para aquellas que finalmente se lanzaron al mercado internacional: aumento de volumen de operaciones, diversificación de riesgos, aprovechamiento de la capacidad instalada, aumento de los precios de venta en términos de moneda local, extensión del ciclo de vida de ciertos productos y mejora de la imagen corporativa, entre otros aspectos. Fue así como, a partir de 2002, se generó una fuerte corriente exportadora que aportó aire fresco por el lado del frente externo.
No debe soslayarse el hecho de que un importante saldo comercial positivo es clave dado que el país necesitará en los próximos años una superavitaria cuenta corriente que le genere las divisas para poder cumplir con los compromisos de su deuda pública recientemente reestructurada.
Al mismo tiempo debe considerarse que lograr exportar un producto o servicio es la acción concluyente de un laborioso y esforzado proceso encarado por parte de miles de empresas. Exportar productos o servicios al mundo es como jugar al fútbol en primera división: sólo los profesionales lo hacen.
La actividad exportadora requiere un profundo esfuerzo y cambio de mentalidad en el nivel organizacional, el cual, una vez observado, conlleva una potente fuerza inercial. En línea con esta idea, una actitud estatal pro exportaciones debería ser un bastión y mantenerse incólume ante los avatares de la vida política nacional.
Largo aliento
Ganar mercados en un mundo competitivo es tarea de largo aliento y la Argentina necesita de ello. Es oportuno citar aquí el último informe anual de la Organización Mundial del Comercio (OMC) según el cual la Argentina se encuentra en el puesto número 46 dentro del ranking de naciones que más exportan en términos absolutos, con un volumen ínfimo: 0.4% del total mundial. No obstante, en los últimos tiempos hemos visto cómo se han restringido (dificultado) y/o gravado con impuestos distorsivos el envío al exterior de determinados productos, lo que desincentiva la inversión productiva y lesiona la imagen del país y de la empresa exportadora. Por otra parte, es preocupante saber que algunas provincias tendrían en estudio la sanción de una ley para impedir ciertos envíos, como es el caso de Entre Ríos y la eventual prohibición de exportar madera a la pastera Botnia en Fray Bentos.
Todo este accionar no debería asombrarnos si no fuera porque en forma concomitante estamos gestionando en el plano internacional la apertura de mercados y la eliminación de subsidios a la producción. En el ámbito del comercio exterior, suele decirse que el exportador debe respetar estrictamente la regla de la triple C: calidad, cantidad y continuidad en sus envíos al exterior. Es decir, se debe garantizar la exportación de productos de excelencia, en cantidades relevantes y sin interrupciones.
Sin embargo, y a la luz de algunas medidas tomadas últimamente por el Estado, en ciertos casos estos dos últimos aspectos parecen prácticamente no poder ser cumplidos.
Por Conrado Javier Martínez. Suplemento Comercio Exterior - Diario La Nación
El autor es profesor del MBA de la Graduate School of Business de la Universidad de Palermo.