La economía es la ciencia de las opciones en condiciones de escasez. Sea quien fuere, lo que ella no permite es dejar de optar. No resulta posible ser parturienta y partero simultáneamente. Esta verdad de Perogrullo resulta un clavo en el talón de los gobernantes de turno. Obviamente, en unos más y en otros menos. ¿Adónde apuntamos con esta reflexión? La brusca devaluación -y sus siguientes microdevaluaciones- fue permitida como forma de mejorar la competitividad externa de nuestra economía. De claras raíces mercantilistas, la estrategia adoptada tanto por este gobierno como por las anteriores autoridades posdevaluación fue claramente pro exportadora. Así, la devaluación habría de mejorar la balanza comercial y elevar los recursos oficiales, pero, simultáneamente, habría de empobrecer al mercado interno, básicamente a la clase media y a los sectores más humildes, al menos en el corto plazo. Al optar por ella, las sucesivas autoridades deberían haber sabido que los precios internos quedarían sumamente alterados. Sin embargo, como si estuviesen sorprendidas por las consecuencias, ellas decidieron neutralizar parte de sus efectos negativos en el mercado interno mediante la implementación de derechos de exportación sobre algunos productos. Entre ellos se destacan los del agro.
La contradicción es clara. Con la modificación del tipo de cambio, los precios de los alimentos y de las actividades extractivas suben, pero tras ellos también lo hacen -aunque en diferente proporción- los valores de los demás productos. Claro que a los primeros se les aplican impuestos a la exportación, para que sus precios se vean reducidos en el mercado interno y, simultáneamente, para que se eleven los recursos fiscales. Y si tales impuestos no producen totalmente los efectos buscados, ahora la autoridad decide afectar la producción con nuevas medidas.
El absurdo actual es querer quedar bien con el mercado interno y, simultáneamente, pretender un dólar alto para alentar la actividad exportadora y, en consecuencia, poder cobrar altos impuestos. La estrategia tiene la lógica política de proveer recursos al Ejecutivo, pero conlleva la contradicción económica de pretender estar en dos lados al mismo tiempo.
El Gobierno no muestra claramente una vocación hacia los principios económicos. Todavía, una tarea central no ha cumplido: dejar bien definida cuál es, a su entender, la naturaleza y alcance de la intervención del Estado en la economía. Así es que hoy las fronteras entre Estado y mercado están desdibujadas. Más aún: son movedizas. En un contexto así no puede haber previsibilidad y, por ende, la inversión resulta magra y, seguramente, tomará un camino de corto alcance.
Si a la estabilidad económica y al crecimiento de las exportaciones se apunta, lo que se necesita es un banco central independiente del poder político, dedicado a preservar el valor de la moneda, un alto grado de apertura económica que inserte al país en el mundo y un gasto público tan cristalino como eficiente. Todo ello debe ser dentro de un marco de respeto enorme por la propiedad privada y las instituciones, con reglas claras y fijas, que abran un horizonte previsible. El dólar importa, pero mucho más importan las instituciones que hacen a los costos de transacción y, por ende, a la productividad.
De lo contrario se estará -paradójicamente- promoviendo la inflación futura y las pujas sectoriales. Así, seguramente, se desatará una lucha intestina donde cada guerrero sólo tendrá resultados si logra quitar lo que desea al contrincante. En lugar de guerreros de la producción, tendremos más bien guerreros del juego de suma cero.
En suma: en su contradicción, la política económica está hiriendo al eslabón primario y así se resiente toda la cadena agroindustrial. Y ello no es poca cosa, pues ésta aporta más del 35% del producto bruto interno.
Por Manuel Alvarado Ledesma
Director de Consultoría Agroeconómica (CAE); su último libro es "Marketing agroindustrial". Planeta.
Diario La Nación