Desde el 26 de marzo de 1991, cuando Argentina, Brasil, Paraguay y
Uruguay suscribieron en Asunción el tratado que dio origen al Mercosur, no faltaron los
desencuentros entre sus países miembros. Deslumbrados por los resultados alcanzados
por los pueblos europeos con la creación del Mercado Común, piedra basal de la actual
Unión Europea (UE), a veces quisieron quemar etapas y establecer una moneda única,
y otras veces se abandonaron a decisiones unilaterales que causaron graves
perturbaciones a los restantes asociados, sobre todo cuando se decidían en forma
inconsulta devaluaciones o cambios arancelarios. Oscilando entre la euforia y el
desaliento, el embrión del mercado común sudamericano se abrió camino en un
contexto no siempre favorable del comercio internacional. Las adhesiones de Chile y
Bolivia representaron en su momento un consistente apoyo, así como lo son las buenas
relaciones establecidas con México. Brasil supo aprovechar mejor la bonanza de la
economía mundial en la década de 1990, que, para variar, los argentinos dejamos pasar
con más pena que gloria.
Quizá por ello, abundaron los desencuentros en los
últimos años del gobierno de Carlos Menem, donde el irascible y todopoderoso ministro
Domingo Cavallo se permitía cuanto desplante al Brasil le resultase conveniente para
explicar la incontenible marcha hacia la recesión. Algunas de esas reacciones crispadas
fueron en cierto modo comprensibles; así, en 1999, cuando sorpresivamente Brasilia
devaluó al real y contribuyó a despeñar a nuestras cuentas macroeconómicas en el
descalabro actual.
Pero más allá de los encuentros y desencuentros,
de las marchas y contramarchas, de los optimismos voluntaristas y pesimismos
extemporáneos, el Mercosur es una realidad. Realidad conflictiva por momentos, es
verdad, pero firmemente instalada en esta región del hemisferio. Quienes parecen no
comprenderlo, suelen ser algunos de los ejecutores (en todo sentido) de nuestra
economía.
Basta que un presidente o un funcionario de menor rango de los
Estados Unidos agite a la distancia el señuelo del ingreso en el Área de Libre Comercio
de las Américas (Alca) para que inmediatamente quieran desprenderse del Mercosur,
como si fuese una agobiante mochila, y poder acudir más velozmente a Washington a
firmar los papeles que se les ponga por delante, en la creencia de que con ello
pondremos fin a nuestros crónicos pesares.
El consumo de fórmulas mágicas es
una de nuestras mejor cuidadas tradiciones. Una actitud que contrasta llamativamente
con la mesura y realismo asumidos por Brasil en todos y cada uno de los envites
similares que les ha cursado la superpotencia.
Pareciera que los
argentinos nos obstinamos en no comprender que el fortalecimiento del Mercosur debe
ser un imperativo categórico de nuestra política exterior. No solamente porque en el
comercio intrazonal podemos adquirir de una vez para siempre el espíritu y la
experiencia de competitividad que nos son imprescindibles en los mercados mundiales,
sino también porque al consolidar la alianza regional ganamos mayor fuerza de
negociación para una eventual incorporación a otros espacios económicos no menos
importantes.
En su reciente visita a Buenos Aires, el presidente electo
del Brasil, Luiz Inacio da Silva, dio a nuestra dirigencia una nueva demostración de lo
que es una constante de la política brasileña: su coherencia. Porque más allá de los
relevos en el Planalto, donde un liberal puede ser sucedido por un populista, sus líneas
maestras se mantienen inmutables desde hace más de un siglo.
Para Brasil, el
Mercosur es una política de Estado que está más allá y por encima de los relevos
presidenciales, a diferencia de lo que acontece aquí, donde uno de los candidatos
presidenciales es rendido admirador del Alca e indisimulado pesimista con respecto al
espacio sudamericano, aunque alguna vez, cuando gobernó el país, haya sido el
anticipado promotor del establecimiento de una moneda única.
Lula
da Silva se mostró firme en la defensa del Mercosur y mesurado respecto del avance
en la agenda de la integración. Considera que ahora llegó el momento de acordar la
emisión de la moneda única, y con buen criterio propuso la creación del Parlamento
regional, como eficaz factor de conciliación de intereses. Naturalmente, lo segundo
aparece como lo más inmediatamente factible y se complementaría perfectamente con
otras dos de sus propuestas: la incorporación plena de Chile y Bolivia y el diseño de
una política exterior común, que se incorporaría a una inteligente estrategia de
negociación con Washington y Bruselas.
La actual dispersión de
esfuerzos y las indisimulables reticencias, surgidas en nuestro país del deslumbramiento
que producen periódicamente los amagues del Alca, deberían ser superadas por una
firme política de Estado, una de nuestras más ostensibles falencias.
Fuente: La
Voz del Interior