María Cristina Suriá y su marido, Esteban Batalla, nunca sospecharon que iban a transformarse en emprendedores. Y menos que menos que la gente estuviera dispuesta a pagar hasta 400 pesos por un cuenco de papel maché salido de su taller en Tres Arroyos. Desde los 20 años Batalla formó parte de Sode, una empresa de su familia que exportaba maquinaria agrícola. Cuando la compañía desapareció, en 1990, Batalla siguió en el rubro relacionado con distintas marcas.
Su mujer ejerció su profesión de maestra jardinera hasta que se jubiló, hace cuatro años. Al mismo tiempo, tenía un taller de artesanías. "Tres años antes de jubilarme empecé a preguntarme qué otra actividad podía tener. Con una alumna del taller se nos ocurrió investigar sobre el papel maché", cuenta. "Probamos muchísimos materiales, los expusimos a distintas fuentes de calor, a la influencia del tiempo y siempre se rompían. Hasta que llegamos a una mezcla que nos dio un material muy resistente".
Para eso usaron un papel tissue que se disuelve solo en agua y le agregaron cola y harina. Pero lo suyo fue una carrera de obstáculos. Al ser un material vivo, sólo pudieron usar la harina después de conseguir un conservante adecuado. "Este papel funcionaba".
"Investigamos dos años el arte de nuestra cultura precolombina y después seguimos con la cultura rupestre. Las cuevas de Santa Cruz son de la misma época que las de las costas Cantábricas pero las nuestras son estudiadas por todos por el dinamismo y la evolución que muestran. También investigamos la influencia de los incas en los indios del norte", explica con entusiasmo. Y asegura que respetan los dibujos al máximo porque cada rayita tiene su significado.
Las primeras piezas quedaban expuestas en el taller y todos los que pasaban preguntaban si las vendían. "Nunca lo habíamos pensado".
Hoy la pieza más barata se vende al público a 50 pesos y la más cara, a 400. La pequeña empresa, en la que trabajan seis personas, factura 100.000 pesos al año.
"Un día nos fuimos con una bolsita y unas piezas a Buenos Aires. En el primer local que visitamos, en el Paseo Alcorta, la dueña nos dijo de entrada que no le interesaba el papel maché. 'Hicimos 500 kilómetros ¿no quiere verlos aunque sea?', le dijimos. Al final nos compró todo lo que habíamos llevado".
Otro día se subieron al auto y enfilaron para el sur. "Muy llenas de vergüenza porque somos artesanas pero no vendedoras, fuimos al Hotel Llao Lao. La idea era mostrar algunas piezas y quedarnos con otras para seguir recorriendo". Resultado: partieron del hotel con un solo cuenco en el baúl.
Mientras, toda la familia iba sumando aportes al emprendimiento. El hijo de Cristina les hizo una página web y el marido comenzó a organizar el negocio porque "nosotras, comercialización, cero,", admite Cristina.
"Se veía que el producto gustaba y que tenía posibilidades de venta. Había utilidades para nosotros y para los vendedores. Todo cerraba. Sólo había que darle forma al microemprendimiento, registrarse y armar una red comercial", dice Batalla.
Internet fue una aliada poderosa. "Nos permite llegar a cualquier punto del país y mostrar los productos sin movernos. Hoy estamos en Ushuaia, el Calafate, Villa La Angostura, Puerto Madryn, Puerto Madero. En casi todos los lugares turísticos".
Es que los extranjeros se interesan mucho por la cultura autóctona. Por eso todas las piezas tienen un certificado en inglés y español que explica lo que significan los dibujos.
Gracias a la web, las piezas ya están en el barrio Las Condes, de Chile. Y están en conversaciones avanzadas con gente de México y España.
Además, cuentan con un aliado extra para difundir las artesanías más allá de las fronteras: Tres Arroyos tiene las comunidades holandesas y danesas más grandes del país. "Todos los que viajan llevan los cuencos de regalo". También los turistas que llegan en los cruceros a Tierra del Fuego arrasan con los cuencos, las vasijas y las cantimploras que después van a parar las repisas de sus casas en Europa.
Las artesanías llegan enteras a destino. "Una vez vino un cliente al taller y quería llevarse una pieza pero tenía miedo de que se le rompiera. Yo me jugué e hice algo que nunca había hecho antes: tiré cinco cuencos al piso. Y ninguno se partió".
Por Cecilia de Castro
Fuente Diario Clarín